JUSTIFICACIÓN DEL CONCEPTO DE LO INCONSCIENTE

 

Desde muy diversos sectores se nos ha discutido el derecho a aceptar la existencia de un psiquismo inconsciente y a laborar científicamente con esta hipótesis. Contra esta opinión podemos argüir que la hipótesis de la existencia de lo inconsciente es necesaria y legítima, y, además, que poseemos múltiples pruebas de su exactitud. Es necesaria, porque los datos de la conciencia son altamente incompletos. Tanto en los sanos como en los enfermos surgen con frecuencia actos psíquicos cuya explicación presupone otros de los que la conciencia no nos ofrece testimonio alguno. Actos de este género son no sólo los actos fallidos y los sueños de los individuos sanos, sino también todos aquellos que calificamos de un síntoma psíquico o de una obsesión en los enfermos. Nuestra cotidiana experiencia personal nos muestra ocurrencias cuyo origen desconocemos y conclusiones intelectuales cuya elaboración ignoramos. Todos estos actos conscientes resultarán faltos de sentido y coherencia si mantenemos la teoría de que la totalidad de nuestros actos psíquicos ha de sernos dada a conocer por nuestra conciencia y, en cambio, quedarán ordenados dentro de un conjunto coherente e inteligible si interpolamos entre ellos los actos inconscientes que hemos inferido. Esta ganancia de sentido constituye, de por sí, motivo justificado para traspasar los límites de la experiencia directa. Y si luego comprobamos que tomando como base la existencia de un psiquismo inconsciente podemos estructurar un procedimiento eficacísimo, por medio del cual influir adecuadamente sobre el curso de los procesos conscientes, este éxito nos dará una prueba irrebatible de la exactitud de nuestra hipótesis. Habremos de situarnos entonces en el punto de vista de que no es sino una pretensión insostenible el exigir que todo lo que sucede en lo psíquico haya de ser conocido por la conciencia.

También podemos aducir, en apoyo de la existencia de un estado psíquico inconsciente, el hecho de que la conciencia sólo integra en un momento dado un limitado contenido, de manera que la mayor parte de aquello que denominamos conocimiento consciente tiene que hallarse de todos modos, durante largos períodos de tiempo, en estado de latencia; esto es, en un estado de inconsciencia psíquica. La negación de lo inconsciente resulta incomprensible en cuanto volvemos la vista a todos nuestros recuerdos latentes. Se nos opondrá aquí la objeción de que estos recuerdos latentes no pueden ser considerados como psíquicos sino que corresponden a restos de procesos somáticos, de los cuales puede volver a surgir lo psíquico. No es difícil argüir a esta objeción que el recuerdo latente es, por lo contrario, un indudable residuo de un proceso psíquico. Pero es aún más importante darse cuenta de que la objeción discutida reposa en verdad no dicho explícitamente sino tomado como axioma, de asimilar lo consciente a lo psíquico. Y esta asimilación es o una petitio pricipii que escamotea la cuestión de si todo lo psíquico tiene también que ser consciente, o es una pura convención o asunto de nomenclatura. En este último caso, resulta, como toda convención irrebatible, y sólo nos preguntaremos si resulta en realidad tan útil y adecuada que hayamos de agregarnos a ella. Pero podemos afirmar que la equiparación de lo psíquico con lo consciente es por completo inadecuada. Destruye las continuidades psíquicas, nos sume en las insolubles dificultades del paralelismo psicofísico, sucumbe al reproche de exagerar sin fundamento alguno la misión de la conciencia y nos obliga a abandonar prematuramente elterreno de la investigación psicológica, sin ofrecernos compensación alguna en otros sectores.

Por otra parte, es evidente que la discusión de si hemos de considerar como estados anímicos conscientes o como estados físicos los estados latentes de la vida anímica, amenaza convertirse en una mera cuestión de palabras. Así, pues es aconsejable enfocar nuestra atención en primer término a aquello que de la naturaleza de tales estados nos es seguramente conocido. Ahora bien, los caracteres físicos de estos estados nos son totalmente inaccesibles: ningún concepto fisiológico ni ningún proceso químico puede darnos una idea de su esencia. En cambio, es indudable que presentan amplio contacto con los procesos anímicos conscientes. Cierta elaboración permite incluso transformarlos en tales procesos o sustituirlos por ellos y pueden ser descritos por medio de todas las categorías que aplicamos a los actos psíquicos conscientes, tales como ideas, tendencias decisiones, etc. De muchos de estos estados latentes estamos obligados a decir que sólo la ausencia de la conciencia los distingue de los conscientes. No vacilaremos, pues, en considerarlos como objetos de la investigación psicológica, íntimamente relacionados con los actos psíquicos conscientes.

La tenaz negativa a admitir el carácter psíquico de los actos anímicos latentes se explica por el hecho de que la mayoría de los fenómenos de referencia no han sido objeto de estudio fuera del psicoanálisis. Aquellos que, desconociendo los hechos patológicos, consideran como casualidades los actos fallidos en sujetos normales y se agregan a la antigua opinión de que «los sueños son vana espuma», no necesitan ya sino pasar por alto algunos enigmas de la psicología de la conciencia para poder ahorrarse el reconocimiento de una actividad psíquica inconsciente. Además, los experimentos hipnóticos, y especialmente la sugestión poshipnótica, demostraron ya, antes del nacimiento del psicoanálisis, la existencia y la actuación de lo anímico inconsciente. La aceptación de lo inconsciente es, además, perfectamente legítima, es tanto en cuanto al establecerla no nos hemos separado un ápice de nuestra manera de pensar, que considerarnos correcta. La conciencia no ofrece al individuo más que el conocimiento de sus propios estados anímicos. La afirmación de que también los demás hombres poseen una conciencia es una conclusión que deducimos per analogiam, basándonos en sus actos y manifestaciones perceptibles y con el fin de hacernos comprensibles su conducta. (Más exacto, psicológicamente, será decir que atribuimos a los demás, sin necesidad de una reflexión especial, nuestra propia constitución y, por tanto, también nuestra conciencia, y que esta identificación es un sine qua non de nuestra comprensión.) Esta conclusión (o esta identificación) hubo de extenderse antiguamente por el yo no sólo a los demás hombres, sino también a los animales, plantas, objetos inanimados y al mundo en general, y resultó utilizable mientras la analogía con el yo individual fue suficientemente amplia, dejando luego de ser adecuada conforme «los demás» fue aumentando su diferencia con el yo.

Nuestro juicio crítico actual duda en lo que respecta a la conciencia de los animales, lo niega a las plantas y relega al misticismo la hipótesis de una conciencia de lo inanimado. Pero también allí donde la tendencia original a la identificación ha resistido el examen crítico; esto es, cuando 'los demás' son nuestros semejantes, la aceptación de una conciencia reposa en una deducción y no en una irrebatible experiencia directa como la que tenemos de nuestro propia conciencia. El psicoanálisis no exige sino que apliquemos también este procedimiento deductivo a nuestra propia persona, labor en cuya realización no nos auxilia, ciertamente, tendencia constitucional alguna. Procediendo así hemos de convenir en que todos los actos y manifestaciones que en nosotros advertimos, sin que sepamos enlazarlos con el resto de nuestra vida mental han de ser considerados como si pertenecieran a otra persona y deben ser explicados por una vida anímica a ella atribuida. La experiencia muestra también que cuando se trata de otras personas sabemos interpretar muy bien; esto es, incluir en la coherencia anímica aquellos mismos actos a los que negamos el reconocimiento psíquico cuando se trata de nosotros mismos. La investigación es desviada, pues, de la propia persona por un obstáculo especial que impide su exacto conocimiento.

Este procedimiento deductivo, aplicado no sin cierta resistencia interna a nuestra propia persona, no nos lleva al descubrimiento de un psiquismo inconsciente, sino a la hipótesis de una segunda conciencia reunida en nosotros a la conciencia que nos es reconocida. Pero contra esta hipótesis hallamos en seguida justificadísimas objeciones. En primer lugar, una conciencia de la que nada sabe el propio sujeto es algo muy distinto de una conciencia ajena y ni siquiera parece indicado entrar a discutirla, ya que carece del principal carácter de tal. Aquellos que se han resistido a aceptar la existencia de un psiquismo inconsciente, menos podrán admitir la de una conciencia inconsciente. Pero, en segundo lugar, nos indica el análisis que los procesos anímicos latentes deducidos gozan entre sí de gran independencia, pareciendo no hallarse relacionados ni saber nada unos de otros. Así, pues, habríamos de aceptar no sólo una segunda conciencia, sino de una tercera, una cuarta y tal vez de toda una serie ilimitada de estados de conciencia ocultos a nuestra percatación e ignorados unos a otros. En tercer lugar, ha de tenerse en cuenta -y éste es el argumento de más peso- que, según nos revela la investigación psicoanalítica, una parte de tales procesos latentes posee caracteres y particularidades que nos parecen extraños, increíbles y totalmente opuestos a las cualidades por nosotros conocidas de la conciencia. Todo esto nos hace modificar la conclusión del procedimiento deductivo que hemos aplicado a nuestra propia persona, en el sentido de no admitir ya en nosotros la existencia de una segunda conciencia, sino la de actos psíquicos carentes de conciencia.

Asimismo habremos de rechazar, por ser incorrecto y muy susceptible de inducir en error, el término «subconsciencia». Los casos conocidos de double conscience (disociación de la conciencia) no prueban nada contrario a nuestra teoría, pudiendo ser considerados como caso de disociación de las actividades psíquicas en dos grupos, hacia los cuales se orienta alternativamente la conciencia. El psicoanálisis nos obliga, pues, a afirmar que los procesos psíquicos son inconscientes y a comparar su percepción por la conciencia con la que los órganos sensoriales hacen del mundo exterior. Esta comparación nos ayudará, además, a ampliar nuestros conocimientos. La hipótesis psicoanalítica de la actividad psíquica inconsciente constituye en un sentido una continuación del animismo primitivo que nos mostraba por doquiera fieles imágenes de nuestra conciencia y en otro, como una extensión de la rectificación, llevada a cabo por Kant, de la teoría de la percepción externa. Del mismo modo que Kant nos invitó a no desatender la condicionalidad subjetiva de nuestra percepción y a no considerar nuestra percepción idéntica a lo percibido incognoscible, nos invita el psicoanálisis a no confundir la percepción de la conciencia con los procesos psíquicos inconscientes objetos de la misma. Tampoco lo psíquico tal como lo físico necesita ser en realidad tal como lo percibimos. Pero hemos de esperar que la rectificación de la percepción interna no oponga tan grandes dificultades como la de la externa y que los objetos interiores sean menos incognoscibles que el mundo exterior.